viernes, 6 de marzo de 2009

como algo que no suele gustarnos


 Un día como otro cualquiera, la cabeza de Morgan Van Triste se convirtió en una caja de galletas danesas. Cuando fue a lavarse la cara como todas las mañanas, asustado por el sonido del agua salpicando sobre el metal, se miró en el espejo y se habría quedado boquiabierto si en aquel momento pudiese tener algo parecido a una boca. Lentamente leyó (no es fácil leer al revés, y menos en extranjero) Danish Butter Cookies Biscuits au Beurre Danois y tomó conciencia de su desgracia. A partir de aquel momento, todo fue de mal en peor. En pocos días perdió el trabajo, los amigos le dieron la espalda y sus parientes fueron dejando de invitarle a los eventos familiares, con todo tipo de excusas increíbles. Incluso su novia de toda la vida lo abandonó a raíz del cambio, sustituyéndolo por un vecino auxiliar de banca, cuya cabeza acababa de convertirse en un cenicero de Cinzano bastante más elegante que las galletitas, dónde va usté a parar. Lo peor, para su desgracia, estaba aún por llegar.
 Y lo peor era que, primero los niños del vecindario, secundados más tarde por muchos adultos de la ciudad, se empeñaron en abrir la caja-cabeza, llevados por la curiosidad que les provocaba lo que ésta pudiera contener. Así las cosas, era frecuente (dentro de lo poco que iba saliendo de casa) ver a Morgan Van Triste correr delante de grandes y chicos, sujetándose la caja con una mano, no fuera a abrírsele por el camino. (Conviene hacer constar, llegados a este punto, que MVT llevaba en aquellos días una vida forzosamente sobria -primero por su recién estrenado estatus de parado, y segundo por que curiosamente, a raíz del cambio no necesitaba comer ni beber, con lo que ni siquiera él sabía lo que podía haber en su cabeza, que no había abierto por miedo a lo irreparable- por lo que no pisaba la calle sino muy de vez en cuando, cuando era imposible pasar sin las caricias del viento mordiendo la chapa). En la última de estas persecuciones, al doblar una esquina cerca ya de su casa, se dio de bruces con un armario que descansaba en la acera antes de embarcarse en la mudanza que le correspondiese. Como consecuencia del choque se abrió la cabeza-caja, cuya tapa rodó varios metros calle abajo antes de posarse en un bordillo. De su interior salieron despedidos todo tipo de miedos (siendo el pánico a la soledad el mayor de ellos), alguna que otra frustración, traumas de diversos calibres y una galleta danesa bañada en ácido lisérgico. Al irse levantando por su pie, los vecinos vieron admirados que el exterior de la cajita estaba impecable, sin una mala abolladura. Una vez erguido, Van Triste pareció mirar a la concurrencia desde el fondo circular y dorado de la cara que no tenía, empezó a recoger sus cosas del suelo, se puso la tapa y se fue.  

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